Otro paradigma: escuchar a la naturaleza
03/01/2012
Ahora que se aproximan grandes lluvias, inundaciones, temporales, huracanes y deslizamientos de tierras, tenemos que reaprender a escuchar a la naturaleza.
Toda nuestra cultura occidental, de vertiente griega, está asentada sobre el ver. No sin razón la categoría central –idéia (eidos en griego)– significa visión. La tele-visión es su expresión mayor. Hemos desarrollado nuestra visión hasta los últimos límites. Con los telescopios de gran potencia hemos penetrado hasta las profundidades del universo para ver las galaxias más distantes. Hemos descendido hasta las partículas elementales y el misterio íntimo de la vida. Mirar es todo para nosotros. Pero debemos tomar conciencia de que este es el modo de ser de los occidentales y no el de todos.
Otras culturas próximas a nosotros, las andinas de los quechuas, los aymaras y otros se estructuran alrededor del escuchar. Lógicamente también ven, pero su particularidad es escuchar los mensajes de aquello que ven. Un campesino del altiplano boliviano me dijo: «yo escucho la naturaleza y sé lo que me dice la montaña». Y hablando con un chamán me decía: «yo escucho a la Pachamama y sé lo que ella me está comunicando».
Todo habla: las estrellas, el sol, la luna, las montañas soberbias, los lagos serenos, los valles profundos, las nubes fugaces, las selvas, los pájaros y los animales. Esas personas aprenden a escuchar atentamente estas voces. Los libros no son importantes para ellos porque son mudos, mientras que la naturaleza está llena de voces. Y se han especializado en esta escucha de tal forma que, al ver las nubes, al escuchar los vientos, al observar las llamas o los movimientos de las hormigas, saben lo que va a suceder en la naturaleza.
Esto me recuerda una antigua tradición teológica elaborada por san Agustín y sistematizada por san Buenaventura en la Edad Media: la revelación divina primera es la voz de la naturaleza, el verdadero libro hablante de Dios. Pero como hemos perdido nuestra capacidad de oír, Dios, por piedad, nos dio un segundo libro, que es la Biblia, para que escuchando sus contenidos pudiésemos oír nuevamente lo que la naturaleza nos dice.
Cuando Francisco Pizarro en 1532 en Cajamarca, mediante una emboscada traicionera, hizo prisionero al jefe inca Atahualpa, ordenó al fraile dominico Vicente Valverde que con su intérprete Felipillo le leyese el requerimiento, un texto en latín por el cual se dejaban bautizar y se sometían a los soberanos españoles, pues el papa así lo había dispuesto. Si no lo hacían, podían ser esclavizados por desobediencia. Atahualpa le preguntó que de dónde le venía la autoridad. Valverde le entregó el libro de la Biblia. Atahualpa se lo puso al oído. Como no escuchó nada, tiró la Biblia al suelo. Fue la señal para que Pizarro masacrase a toda la guardia real y aprisionase al soberano inca. Vemos, pues, que la escucha lo era todo para Atahualpa. El libro de la Biblia no hablaba nada.
Para la cultura andina todo se estructura dentro de un tejido de relaciones vivas, cargadas de sentido y de mensajes. Perciben el hilo que penetra, unifica y da significado a todo. Nosotros los occidentales vemos los árboles pero no percibimos el bosque. Las cosas están aisladas unas de otras. Son mudas. Hablar es sólo cosa nuestra. Captamos las cosas fuera del conjunto de relaciones, por eso nuestro lenguaje es formal y frío. En él hemos elaborado filosofías, teologías, doctrinas, ciencias y dogmas. Pero esta es nuestra manera de sentir el mundo, no la de todos los pueblos.
Los andinos nos ayudan a relativizar nuestro pretendido «universalismo». Podemos expresar los mensajes mediante otras formas relacionales e incluyentes y no por aquellas objetivas y mudas a las que estamos acostumbrados. Ellos nos desafían a escuchar los mensajes que nos vienen de todos lados.
En estos días debemos escuchar lo que las nubes negras, los bosques de las laderas de las montañas, los ríos que crecen y rompen barreras, las pendientes abruptas y las rocas sueltas nos advierten. Las ciencias de la naturaleza nos ayudan en esta escucha. Pero no es nuestro hábito cultural captar las advertencias de aquello que vemos y entonces nuestra sordera nos hace víctimas de desastres que hay que lamentar. Sólo dominamos la naturaleza, obedeciéndola, es decir, escuchando lo que ella nos quiere enseñar. La sordera nos dará amargas lecciones.
Véase mi libro O Casamento do Céu com a Terra: mitos ecológicos indígenas, Moderna, São Paulo, 2004.
Toda nuestra cultura occidental, de vertiente griega, está asentada sobre el ver. No sin razón la categoría central –idéia (eidos en griego)– significa visión. La tele-visión es su expresión mayor. Hemos desarrollado nuestra visión hasta los últimos límites. Con los telescopios de gran potencia hemos penetrado hasta las profundidades del universo para ver las galaxias más distantes. Hemos descendido hasta las partículas elementales y el misterio íntimo de la vida. Mirar es todo para nosotros. Pero debemos tomar conciencia de que este es el modo de ser de los occidentales y no el de todos.
Otras culturas próximas a nosotros, las andinas de los quechuas, los aymaras y otros se estructuran alrededor del escuchar. Lógicamente también ven, pero su particularidad es escuchar los mensajes de aquello que ven. Un campesino del altiplano boliviano me dijo: «yo escucho la naturaleza y sé lo que me dice la montaña». Y hablando con un chamán me decía: «yo escucho a la Pachamama y sé lo que ella me está comunicando».
Todo habla: las estrellas, el sol, la luna, las montañas soberbias, los lagos serenos, los valles profundos, las nubes fugaces, las selvas, los pájaros y los animales. Esas personas aprenden a escuchar atentamente estas voces. Los libros no son importantes para ellos porque son mudos, mientras que la naturaleza está llena de voces. Y se han especializado en esta escucha de tal forma que, al ver las nubes, al escuchar los vientos, al observar las llamas o los movimientos de las hormigas, saben lo que va a suceder en la naturaleza.
Esto me recuerda una antigua tradición teológica elaborada por san Agustín y sistematizada por san Buenaventura en la Edad Media: la revelación divina primera es la voz de la naturaleza, el verdadero libro hablante de Dios. Pero como hemos perdido nuestra capacidad de oír, Dios, por piedad, nos dio un segundo libro, que es la Biblia, para que escuchando sus contenidos pudiésemos oír nuevamente lo que la naturaleza nos dice.
Cuando Francisco Pizarro en 1532 en Cajamarca, mediante una emboscada traicionera, hizo prisionero al jefe inca Atahualpa, ordenó al fraile dominico Vicente Valverde que con su intérprete Felipillo le leyese el requerimiento, un texto en latín por el cual se dejaban bautizar y se sometían a los soberanos españoles, pues el papa así lo había dispuesto. Si no lo hacían, podían ser esclavizados por desobediencia. Atahualpa le preguntó que de dónde le venía la autoridad. Valverde le entregó el libro de la Biblia. Atahualpa se lo puso al oído. Como no escuchó nada, tiró la Biblia al suelo. Fue la señal para que Pizarro masacrase a toda la guardia real y aprisionase al soberano inca. Vemos, pues, que la escucha lo era todo para Atahualpa. El libro de la Biblia no hablaba nada.
Para la cultura andina todo se estructura dentro de un tejido de relaciones vivas, cargadas de sentido y de mensajes. Perciben el hilo que penetra, unifica y da significado a todo. Nosotros los occidentales vemos los árboles pero no percibimos el bosque. Las cosas están aisladas unas de otras. Son mudas. Hablar es sólo cosa nuestra. Captamos las cosas fuera del conjunto de relaciones, por eso nuestro lenguaje es formal y frío. En él hemos elaborado filosofías, teologías, doctrinas, ciencias y dogmas. Pero esta es nuestra manera de sentir el mundo, no la de todos los pueblos.
Los andinos nos ayudan a relativizar nuestro pretendido «universalismo». Podemos expresar los mensajes mediante otras formas relacionales e incluyentes y no por aquellas objetivas y mudas a las que estamos acostumbrados. Ellos nos desafían a escuchar los mensajes que nos vienen de todos lados.
En estos días debemos escuchar lo que las nubes negras, los bosques de las laderas de las montañas, los ríos que crecen y rompen barreras, las pendientes abruptas y las rocas sueltas nos advierten. Las ciencias de la naturaleza nos ayudan en esta escucha. Pero no es nuestro hábito cultural captar las advertencias de aquello que vemos y entonces nuestra sordera nos hace víctimas de desastres que hay que lamentar. Sólo dominamos la naturaleza, obedeciéndola, es decir, escuchando lo que ella nos quiere enseñar. La sordera nos dará amargas lecciones.
Véase mi libro O Casamento do Céu com a Terra: mitos ecológicos indígenas, Moderna, São Paulo, 2004.
Os cenários da situação da humanidade, especialmente nos países centrais, são perturbadores. As crises escondem grande padecimento humano, especialmente dos mais vulneráveis dos quais quase ninguém fala.
Face a esta situação devemos resistir e viver a resiliência, vale dizer, aquela atitude de enfrentar com destemor os problemas, dar a volta por cima e aprender dos revezes da vida, pessoal e coletiva.Isso se impõe se a crise geral atingir também nosso pais, o que não é impossível. O importante é não se resignar mas manter a vontade de mudar e crescer. Neste contexto, lembrei-me de um mito antigo da área mediterrânea da Europa por mim já referido em outros escritos.
De tempos em tempos, reza o mito, a águia, como a fênix egípcia, se renova totalmente. Ela voa cada vez mais alto até chegar próxima ao sol. Então as penas se incendeiam e ela toda começa a arder. Quando chega a este ponto, se precipita do céu e se lança qual flecha nas águas frias do lago. Através desta experiência de fogo e de água, a velha águia rejuvenesce totalmente. Volta a ter penas novas, garras afiadas, olhos penetrantes e o vigor da juventude. Seguramente este mito subjaz ao salmo 103 onde se diz:”O Senhor faz com que minha juventude se renove como uma águia”.
Fogo e água são opostos. Mas quando unidos, se fazem poderosos símbolos de transformação. Segundo a psicologia do profundo de C. G. Jung, o fogo simboliza o céu, a consciência e as dimensões masculinas no homem e na mulher. A água, ao contrário, a terra, o inconsciente e as dimensões femininas no homem e na mulher. Passar pelo fogo e pela água significa, portanto, integrar em si os opostos e crescer na identidade pessoal. Ninguém ao passar pelo fogo ou pela água permanece intocado. Ou sucumbe ou se transfigura, porque a água lava e o fogo purifica.
A água nos faz pensar também nas grandes enchentes que temos assistido, estarrecidos, em janeiro de 2011 nas cidades serranas do Estado do Rio, especificamente na minha na qual vivo, Petrópolis. Assistimos aqui a um verdadeiro tsunami que carregou tudo que estava pela frente, matando centenas de pessoas e deixando um sem número de desabrigados. São tragédias, evitáveis mas que acontecem e que devemos enfrentá-las com coragem. O fogo nos faz imaginar as fornalhas que queimam e acrisolam tudo o que não é essencial, deixando ouro ou o ferro puros. São as notórias crises existenciais. Ao fazermos esta travessia dolorosa e purificadora, deixamos aflorar o nosso eu profundo. Então amadurecemos para aquilo que é autenticamente humano. Quem recebe o batismo de fogo e de água rejuvenesce como a águia do mito antigo.
Mas indo diretamente ao assunto: que significa concretamente rejuvenescer como águia? Significa entregar à morte tudo aquilo que de velho existe em nós para que o novo possa irromper e ser integrado. O velho em nós são os hábitos e as atitudes que não nos engrandecem, como a falta de solidariedade para com os pobres, as palavras duras para com os familiares, a vontade de ter razão em tudo, o descuido para com o lixo, o desperdício da água e nossa surdez face ao que a natureza nos quer dizer. Tudo isso deve ser entregue à morte para podermos inaugurar uma forma sustentada de convivência entre os humanos e com os demais seres da criação. Numa palavra, significa morrer para ressuscitar.
Rejuvenescer como águia significa também desprender-se de coisas que um dia foram boas e de idéias que foram luminosas mas que lentamente se tornaram ultrapassadas e incapazes de inspirar o caminho da vida.
Rejuvenescer como águia significa ter coragem para recomeçar e estar sempre aberto a escutar, a aprender e a revisar. Em outras palavras, viver concretamente a resiliência. Não é isso que nos propomos cada ano?
Que o ano de 2012 que acaba de se inaugurar, seja oportunidade de perguntar o quanto de galinha existe em nós que não quer outra coisa senão ciscar o chão ou o quanto de águia ainda há em nós, disposta a rejuvenescer, a desenvolver resiliência e a confrontar-se corajosamente com os tropeços e as crises da vida.
Face a esta situação devemos resistir e viver a resiliência, vale dizer, aquela atitude de enfrentar com destemor os problemas, dar a volta por cima e aprender dos revezes da vida, pessoal e coletiva.Isso se impõe se a crise geral atingir também nosso pais, o que não é impossível. O importante é não se resignar mas manter a vontade de mudar e crescer. Neste contexto, lembrei-me de um mito antigo da área mediterrânea da Europa por mim já referido em outros escritos.
De tempos em tempos, reza o mito, a águia, como a fênix egípcia, se renova totalmente. Ela voa cada vez mais alto até chegar próxima ao sol. Então as penas se incendeiam e ela toda começa a arder. Quando chega a este ponto, se precipita do céu e se lança qual flecha nas águas frias do lago. Através desta experiência de fogo e de água, a velha águia rejuvenesce totalmente. Volta a ter penas novas, garras afiadas, olhos penetrantes e o vigor da juventude. Seguramente este mito subjaz ao salmo 103 onde se diz:”O Senhor faz com que minha juventude se renove como uma águia”.
Fogo e água são opostos. Mas quando unidos, se fazem poderosos símbolos de transformação. Segundo a psicologia do profundo de C. G. Jung, o fogo simboliza o céu, a consciência e as dimensões masculinas no homem e na mulher. A água, ao contrário, a terra, o inconsciente e as dimensões femininas no homem e na mulher. Passar pelo fogo e pela água significa, portanto, integrar em si os opostos e crescer na identidade pessoal. Ninguém ao passar pelo fogo ou pela água permanece intocado. Ou sucumbe ou se transfigura, porque a água lava e o fogo purifica.
A água nos faz pensar também nas grandes enchentes que temos assistido, estarrecidos, em janeiro de 2011 nas cidades serranas do Estado do Rio, especificamente na minha na qual vivo, Petrópolis. Assistimos aqui a um verdadeiro tsunami que carregou tudo que estava pela frente, matando centenas de pessoas e deixando um sem número de desabrigados. São tragédias, evitáveis mas que acontecem e que devemos enfrentá-las com coragem. O fogo nos faz imaginar as fornalhas que queimam e acrisolam tudo o que não é essencial, deixando ouro ou o ferro puros. São as notórias crises existenciais. Ao fazermos esta travessia dolorosa e purificadora, deixamos aflorar o nosso eu profundo. Então amadurecemos para aquilo que é autenticamente humano. Quem recebe o batismo de fogo e de água rejuvenesce como a águia do mito antigo.
Mas indo diretamente ao assunto: que significa concretamente rejuvenescer como águia? Significa entregar à morte tudo aquilo que de velho existe em nós para que o novo possa irromper e ser integrado. O velho em nós são os hábitos e as atitudes que não nos engrandecem, como a falta de solidariedade para com os pobres, as palavras duras para com os familiares, a vontade de ter razão em tudo, o descuido para com o lixo, o desperdício da água e nossa surdez face ao que a natureza nos quer dizer. Tudo isso deve ser entregue à morte para podermos inaugurar uma forma sustentada de convivência entre os humanos e com os demais seres da criação. Numa palavra, significa morrer para ressuscitar.
Rejuvenescer como águia significa também desprender-se de coisas que um dia foram boas e de idéias que foram luminosas mas que lentamente se tornaram ultrapassadas e incapazes de inspirar o caminho da vida.
Rejuvenescer como águia significa ter coragem para recomeçar e estar sempre aberto a escutar, a aprender e a revisar. Em outras palavras, viver concretamente a resiliência. Não é isso que nos propomos cada ano?
Que o ano de 2012 que acaba de se inaugurar, seja oportunidade de perguntar o quanto de galinha existe em nós que não quer outra coisa senão ciscar o chão ou o quanto de águia ainda há em nós, disposta a rejuvenescer, a desenvolver resiliência e a confrontar-se corajosamente com os tropeços e as crises da vida.
“Só um Deus nos poderá salvar”
01/01/2012
Hoje em dia não podemos nos imaginar sem o vasto aparato tecnocientífico sobre o qual está assentada nossa civilização. Mas ela é dominada por uma compulsão oportunística que se traduz pela fórmula: se podemos fazer, também nos é permitido fazer sem qualquer outra consideração ética. As armas de destruição em massa surgiram desta atitude. Se existem, por que não usá-las?
Para o filósofo, uma técnica assim sem consciência, é a mais lídima expressão de nosso paradigma e de nossa mentalidade, nascidos nos primórdios da modernidade, no século XVI, cujas raízes, no entanto, se encontram já na clássica metafísica grega. Esta mentalidade se orienta pela exploração, pelo cálculo, pela mecanização e pela eficiência aplicada em todos os âmbitos, mas principalmente em relação para com a natureza. Essa compreensão entrou em nós de tal maneira que reputamos a tecnologia como a panacéia para todos os nossos problemas. Inconscientemente nos definimos contra a natureza que deve ser dominada e explorada. Nós mesmos nos fizemos objeto de ciência, a ser manipulados, nossos órgãos e até nossos genes.
Criou-se um divórcio entre ser humano e natureza que se revela pela crescente degradação ambiental e social. A manutenção e a aceleração deste processo tecnológico, segundo ele, pode nos levar a uma eventual autodestruição. A máquina de morte já está há decênios construída.
Para sair desta situação não são suficientes apelos éticos e religiosos, muito menos a simples boa-vontade. Trata-se de um problema metafísico, quer dizer, de um modo de ver e de pensar a realidade. Colocamo-nos num trem que corre célere sobre dois trilhos e não temos como pará-lo. E ele está indo ao encontro de um abismo lá na frente. Que fazer? Eis a questão.
Se quiséssmos, teríamos em nossa tradição cultural, uma outra mentalidade, nos presocráticos como Heráclito entre outros, que ainda viam a conexão orgânica entre ser humano e natureza, entre o divino e o terreno e alimentavam um sentido de pertença a um Todo maior. O saber não estava a serviço do poder mas da vida e da contemplação do mistério do ser. Ou em toda a reflexão contemporânea sobre o novo paradigma cosmológico-ecológico que vê a unidade e a complexidade do único e grande processo da evolução do qual todos os seres são emergências e interdependentes. Mas esse caminho nos é vedado pelo excesso de tecnociência, de racionalidade calculatória e pelos imensos interesses econômicos das grandes corporações que vivem deste status quo.
Para onde vamos? É neste contexto indagações que Heidegger pronunciou a famosa e profética sentença:”A filosofia não poderá realizar diretamente nenhuma mudança da atual situação do mundo. Isso vale não apenas para a filosofia mas principalmente para toda a atividade de pensamento humano. Somente um Deus nos pode salvar (Nur noch ein Gott kann uns retten). Para nós resta a única possibilidade no campo do pensamento e da poesia que é preparar uma disposição para o aparecimento de Deus ou para a ausência de Deus em tempo de ocaso (Untergrund); pois, nós, em face do Deus ausente, vamos desaparecer”.
O que Heidegger afirma está sendo também gritado por notáveis pensadores, cientistas e ecólogos. Ou mudamos de rumo ou a nossa civilização põe em risco o seu futuro. A nossa atitude é de abertura a um advento de Deus, aquela Energia poderosa e amorosa que sustenta cada ser e o inteiro universo. Ele nos poderá salvar. Essa atitude é bem representada pela gratuidade da poesia e do livre pensar. Como Deus, segundo as Escrituras, é “o soberano amante da vida”(Sabedoria 11,24), esperamos que não permitirá um fim trágico para o ser humano. Este existe para brilhar, conviver e ser feliz.
Veja do autor o livro Proteger a Terra-Cuidar da vida: como evitar o fim do mundo, Record, Rio de Janeiro 2010.
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